Historia del hombre solitario que quería ser recordado
Hace unas semanas os hablaba de la asombrosa genética del matrimonio Vassilyev, Feodor y Valentina, que tuvieron 69 hijos naturales en 27 partos múltiples en el siglo XVIII. Hoy, tras leer una larga y asombrosa historia en The Guardian sobre un donante de semen holandés, el récord de los Vassilyev me ha parecido menos estratosférico.
Louis (nombre ficticio) vivía de forma modesta en el norte de Holanda. Criado en Surinam (excolonia holandesa en Sudamérica) su padre era un médico mulato y su madre una enfermera blanca. Alejado de sus padres, y tal vez aquejado de un grado leve de autismo, Louis no finalizó sus estudios universitarios y terminó trabajando en una oficina bancaria hasta que se jubiló. Jamás tuvo pareja, sus escasas habilidades sociales y su timidez se lo impedían. Pronto se dio cuenta de que estaba condenado a vivir solo, a carecer de familia, y a ser completamente olvidado el día en que falleciese, sin nadie que le llorase o le heredase. Se propuso cambiar esto de una forma un tanto extraña: engendrando hijos anónimamente, cuantos más mejor, con la esperanza de que en el futuro alguno de sus descendientes diera con él.
La ley holandesa impedía que un mismo donante tuviera más de 25 hijos para evitar el incesto accidental, pero en la década de los 80 la informática estaba en pañales, y Louis consiguió esquivar la prohibición donando hasta en tres bancos de esperma diferentes. Tenía treinta y pocos años, y los ingresos extra le venían bien. Durante 20 años, entre 1982 y 2002 Louis entregó hasta tres muestras de semen a la semana. El éxito reproductivo estaba asegurado, era un donante sano y fiable y contaba con ayuda publicitaria. Uno de los bancos en los que donaba exageró su perfil y decía de él que tenía educación universitaria, que era director de un banco y que no tenía interés en ser contactado en el futuro.
Cuando miraba a su padre, rubio y de ojos azules, Joyce Curiere, de 34 años, no lograba explicar el origen de sus pecas y de su rizado y espeso cabello castaño. Su familia le decía que se parecía a tal bisabuelo, o cierto pariente lejano, pero un día, cuando Joyce apenas tenía 16 años, a uno de sus abuelos se le escapó el secreto: su rubio padre era estéril por lo que habían acudido a una clínica de inseminación. Sus padres legales lo negaron todo, aún lo hacen, pero ella sabía que aquello debía ser verdad. ¿Cómo salir de dudas? Joyce no sabía por dónde empezar, ya que la ley holandesa permite contactar al padre natural (si este accede) a los niños nacidos después de 2005, pero Joyce había nacido antes.
Entonces llegó la moda de los reality a televisión, y algunos de los programas más populares como “Wie is mijn vader?” (¿Quién es mi padre?) o “Familie gezocht” (Búsqueda familiar) se dedicaban, con la ayuda de test de ADN, a que los protagonistas que acudían en busca de ayuda pudieran confrontar su perfil genético con otros ciudadanos en situaciones idénticas. Así fue como Joyce descubrió a una chica llamada Amanda que era enfermera como ella, tenía su mismo pelo rizado y hasta su misma voz. El programa de televisión mostraba fotos de Amanda de niña y Joyce asistía alucinada a lo que parecía un clon de su propio álbum familiar.
Cuando se decidió a enviar muestras genéticas a una fundación holandesa encargada de reunir a diferentes descendientes de donantes Joyce recibió una noticia que la dejó sin habla, tenía 15 hermanos y en efecto su padre no era su padre.
Louis, que hoy tiene 68 años, desea a toda cosa mantener el anonimato, entre otras cosas por las amenazas que ha recibido de un grupo neo-nazi. En la actualidad conoce personalmente a más de 40 de los 57 hijos que le otorgan los análisis de ADN (por el momento). En la web en Facebook que comparten los integrantes de este extraño grupo familiar, se puede leer de todo, incluyendo los comentarios de una madre enfadada con él por haber ocultado a los bancos de esperma la mezcla de razas de sus ancestros.
Por lo que puedo leer, tres de los hijos biológicos de Louis han establecido un vínculo familiar con él, hasta el punto que han cambiado su apellido y ahora son sus herederos. Él, que no tiene ni mucho menos una situación económica desahogada, se siente feliz. No hay ni una gota de remordimiento en su mirada y no se detiene a pensar en si lo que hizo fue más o menos ético. Su plan era dejar a alguien detrás que le recordase, y para bien o para mal es probable que haya 200 jóvenes holandeses que tienen mucho que decir sobre Louis.